Lisboa


Lisboa es decadente y llena de vida. Hay avenidas en cuesta, intrincados callejones y escaleras. Lisboa tiene río. Y castillo. Y el jardín botánico más antiguo del mundo.

Tiene tranvías amarillos y elevadores. Hay taxistas locos que llevan las ventanillas bajadas como único medio de ventilación. Que estén bajadas también les facilita maldecir cuando se atraviesan en una curva en cuesta frente a un tranvía.

Hay cementerios llenos de luz y luz llena de cementerios. Aquí hasta las puertas del cielo son de colores.

Tiene iglesias, ermitas y monasterios. También tiene balcones llenos de gente ligera de ropa que fuma mirando a la calle. Y miradores. Y atardeceres.

Hay portugueses, que saben más de España y los españoles que nosotros de ellos.
Son mucho más europeos de lo que parece. Aunque colorida y desvencijada es capital. Y el portugués es más difícil de entender de lo que parece.

Tienen una hora menos. Todo sabe a cilantro  y ellos dicen que aquí todo sabe a perejil.
Comen bacalao, que sabe a cilantro. Cordero, que sabe a cilantro. El vino verde está bueno, y extrañamente no sabe a cilantro.

El vino verde sabe a fado. A cante en un bar oscuro con cálidas velas abriendo un caminito hasta un rincón en que alguien entorna los ojos mirando al suelo.

Calles empinadas repletas de azulejos  y ropa tendida. Señoras con barreños en la cabeza sentadas en puertas con perros. Hay puentes kilométricos que unen la ciudad con el resto del planeta. Barrios de pescadores. Cafés centenarios. Música en la calle y heladerías. No tienen aire acondicionado. En ningún sitio. Te dirán que está estropeado pero no es verdad. Dejan la puerta abierta y encienden los ventiladores.

Es una ciudad sencilla que te deja con ganas de más. Supera tus expectativas y tus agujetas después de tanto subir y bajar.

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